Mis queridos amigos españoles,
Durante el último curso de Etioterapia, el Dr Patrick Latour hizo hincapié en la presencia particularmente frecuente de la memoria de fatalidad en los tratamientos de los pacientes españoles, 9 de cada 10 pacientes, mientras que para los franceses se puede estimar en uno de cada diez.
Me llamó la atención la dificultad general de los alumnos españoles para entender su punto, al darme cuenta de que es como si le estuviéramos hablando de agua a un pez, él respondería: "pero ¿qué agua? ...".
Después de 20 años de tratamientos de etio sobre mí misma y después de haber traducido cientos de sesiones, he sido testigo de que este tema de la fatalidad es recurrente y está muy arraigado en nosotros los españoles; Escucho al Dr Patrick Latour y Jean Paul Sagniez mencionarlo regularmente en un contexto de imposibilidad, ilegitimidad, resignación, creencias falsas, magia, sumisión, supersticiones....
Los filósofos de la Ilustración liberaron el pensamiento del siglo XVIII de creencias y supersticiones, fomentando así un desarrollo cultural y científico que sacó a Europa del oscurantismo. Las guerras religiosas entre católicos y protestantes dieron paso al elogio de la tolerancia de Voltaire.
En España, los árabes, pueblos también imbuidos de la creencia en la fatalidad, reinaron durante 800 años; luego la Reconquista afirmó el poder de la Iglesia.
Como en Portugal, los filósofos españoles fueron desafiados por la Ilustración a nivel intelectual, pero en España no se cuestionó la validez del poder de la religión. Recordemos que la Inquisición no fue abolida definitivamente en España hasta 1834, después de 4 siglos de atrocidades, pero dejando muy vivo el "espíritu inquisitorial" que aún emerge en nuestra época por ejemplo en actos de delación.
Durante la Guerra Civil española, el surgimiento del comunismo puso de relieve la negación de Dios ante el bando contrario, que abogaba por la perpetuación de la única religión católica todopoderosa.
Nací en París de padres españoles y me he pasado la vida viajando entre los dos países.
Recuerdo que cuando era niña, me aterrorizaban las procesiones de encapuchados al estilo kukuxklan de la Semana Santa de Zaragoza; adolescente, me sorprendía la repetición sistemática de "si Dios quiere" con cada frase expresando un deseo; también me chocaba la violencia de ciertas expresiones blasfemas en el lenguaje cotidiano.
He observado que una parte de la población sigue a la Iglesia, algunos por convicción, la mayoría por conformismo.
Otra parte importante rechaza con rabia el concepto de Dios (la blasfemia que mencioné anteriormente).
En el medio, muchos se han refugiado en creencias y supersticiones mágicas. Son personas que vagan de técnicas a terapias diversas, que se cubren de cristales y se ponen en burbujas de protección; son terapeutas que mezclan protocolos, los tuercen y confunden a sus pacientes con interpretaciones excéntricas, y tomas de poder de todo tipo.
Sea como fuere, ante el encuentro con lo contradictorio, nuestra tendencia atávica española es una respuesta de creencia en la fatalidad que anula nuestra reactividad, nuestra creatividad, nuestra capacidad de adaptación, que genera pasividad, apatía, que socava el impulso vital.
Por ejemplo, ante el COVID-19, en España se sentía un ambiente de estancamiento y tal vez todavía se perciba a muchos niveles, mientras que, a pesar del trauma vivido también en otros lugares, en Francia, Suecia, Centroamérica, las personas están orientadas hacia el futuro, hacia cómo emprender. Así lo he observado en mis viajes en los últimos meses.
Por ejemplo, frente a un acontecimiento doloroso, un francés tendrá tendencia a vivir la injusticia, un español vivirá la fatalidad.
Los españoles todavía somos profundamente dependientes, en nuestro inconsciente colectivo, de la fatalidad de un castigo divino, y lo peor es que está tan arraigado que ni siquiera lo percibimos.
En mi propia experiencia, lo siento como una losa que aplasta mi dinamismo, mi alegría, mi espíritu de iniciativa. Es una imposibilidad de ser quien vine a ser, de lograr lo que me fascina, imposibilidad de amar, de ser amada,de vivir el amor. Es como si básicamente lo que realmente me gusta, lo que me da gozo y alegría, me estuviera prohibido. Y, por supuesto, se combina con la culpa y la frustración (que son ira vuelta contra uno mismo).
Pensé que era una rebelde pero en realidad era ira contenida y me sentía infeliz básicamente porque estaba sumisa, resignada a esta imposibilidad de ser libremente yo. Todos los sucesos dolorosos que me he encontrado solo han reforzado más esta incapacidad de ser feliz, como un castigo externo.
Para sobrevivir, ejercí mi voluntad hasta el agotamiento, hasta que fui lo suficientemente fuerte para comprender que la aceptación no es igual a la resignación.
Para mí, al estar tan contaminado el camino cristiano por las incoherencias del clero, el acceso a la vertical, a la trascendencia sólo he podido lograrlo mediante la danza primero y luego el budismo.
Ambos me dieron una sensación de libertad.
Solo la percibí por contraste en la embriagadora sensación de libertad que sentí al llegar a Francia cuando regresé de España, o al bailar en el escenario con toda mi pasión, o después de las sesiones de etioterapia y después de mi práctica budista.
Es como un caballo blanco al galope que repentinamente sale de la nada. Es salvaje, es auténtico, abre a todas las posibilidades, inmediatamente despierta mi apetito por la vida.
Sin embargo, la realidad que nos muestran las sesiones de etioterapia es que todavía estamos en esta dependencia a los conceptos erróneos y a la fatalidad de un castigo divino; es difícil de aceptar, pero tomar conciencia de ello ya es un gran paso adelante.
Con la alegría de vivir y la pasión que nos caracteriza, me relamo ante la perspectiva de vivir libres de este yugo.
¡Va ser la bomba!
María Luisa Costa
Inspiración:
Por supuesto Patrick Latour y Jean Paul Sagniez
Película: Los fantasmas de Goya de Milos Forman, con Javier Bardem, Nathalie Portman y Stellan Skarsgärd
Películas: todo Almodóvar
Espectáculo: Una costilla sobre la mesa: Madre, de Angelica Liddell